Por Luís Pérez Casanova
En los últimos años conté con el privilegio de la amistad de un periodista perteneciente a una casta en extinción. Como compañeros de labores en El Nacional los conflictos eran casi permanente por ese carácter que hacía de Radhamés Gómez Pepín un profesional intransigente con el trabajo.
Los sábados en la tarde y los domingos en la mañana solíamos salir a recrearnos. Para muchas personas era un acontecimiento ver a Radhamés en determinados lugares, bebiendo solo agua, porque desde hacía muchos años había restringido todo lo que le oliera a alcohol. El que bebía era su chofer, que no era otro que este servidor.
Siempre reconoció que tenía una cara de pocos amigos, pero sin preocuparle en lo más mínimo. Porque si algo caracterizó a ese profesional y gran ser humano que hoy acaba de partir era la integridad. Jamás hizo concesiones para hacerse el simpático ni para complacer a nadie. Sin embargo, era un hombre de una gran generosidad, siempre presto a colaborar con cualquier persona que lo necesitara.
Su vocación periodística solo se equiparaba con el amor que tenía a su familia. Si el periodismo era sagrado, sus hijos, de quienes profesaba permanentemente su orgullo; su esposa, sus hermanas y demás, también lo eran.
Era uno de los periodistas de más olfato y más compromiso con la noticia que ha tenido el país en toda su historia. Y a pesar de la gran distancia que mediaba entre nosotros puedo testimoniar sobre una capacidad profesional que parecía divina. Si bien como director ofreció cátedras, su pasión, como la de todo buen periodista, era la de reportero.
Dondequiera que vaya, Radhamés seguirá haciendo periodismo. Y se dedicará a llenar el vacío que a sus 87 años de edad (cumpliría los 88 el 14 de diciembre) no pudo completar. Estará en la misma galería de otros grandes de la profesión que se marcharon primero, como el mexicano Julio Scherer y Ben Bradlee, el director del Washington Post cuando el escándalo Watergate. Sé de su admiración por ellos. Solo las enfermedades pudieron apartarlo de este oficio y de este periódico que también formaba parte de su vida.
De vez en cuando me llamaba para revisar o preparar cualquier asunto. Pero, eso sí, no sin una buena tanda de insultos con ese léxico que solía emplear hasta en las ceremonias más solemnes. Ultimamente evaluábamos su condición de salud por las palabras que utilizaba en el trato con los demás.
Radhamés fue un periodista a tiempo completo, un extraordinario ser humano, padre ejemplar, compañero de trabajo y un gran amigo. Solía lagrimear por cualquier cosa, pero estoy seguro de que no le gustaría que nadie lo llorase, sino que lo recuerden y valoren tal y como fue.
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