Hasta que se apagó la voz rota con la que hizo llorar a millones de personas en todo el mundo, la verdadera patria de Chavela Vargas fue la rebeldía con la que destrozó un tabú detrás de otro y de la que extrajo las fuerzas para seguir en los escenarios hasta el final.
La artista vivió 93 años llenos de intensidad, en los que dejó más de ochenta discos y canciones interpretadas de un modo inolvidable como "Piensa en mí" o "La Llorona", hasta que esta tarde la muerte vino a buscarla, seguramente con la imagen de La Catrina.
El poeta Federico García Lorca fue el motivo de su último regalo al mundo, un disco de poemas que llegó a presentar en el Palacio de Bellas Artes de la capital mexicana, pocos días antes de cumplir 93 años de una vida intensa, y este mismo mes en España, un país al que regresó para buscar su alma.
Con Lorca hablaba en las noches de luna y en las mañanas con El Chalchi, el hermoso cerro frente a la casa en la que vivió los últimos años de su vida en la localidad de Tepoztlán (Morelos).
Era chamana, "orgullosamente chamana", decía.
Las perpetuas gafas oscuras, el rostro arado por mil surcos, unas piernas maltrechas que acabaron descansando en silla de ruedas y una garganta que se perdía no consiguieron borrar la rebeldía satisfecha que desplegaba Chavela en cada sonrisa, ni el impacto de mil puñetazos que tenía su lengua.
Esa silla que le impidió caminar en sus años finales, contó en uno de sus últimos actos públicos, era el tributo que había pagado a los dioses por haber andado tanto.
"La Chavela" brotó en Costa Rica, el 17 de abril de 1919, pero emigró de adolescente al México de después de la Revolución, donde se hizo amante de la pintora Frida Kahlo (1907-1954) -se declaró abiertamente homosexual en 2000- y comenzó a cantar en los años cincuenta.
El primer éxito de su carrera, "Macorina", le agarró en Cuba, adonde había ido para una sola actuación y se quedó dos años. Como tantas otras -"Luz de luna", "La llorona"- la voz de Chavela convirtió el tema en inmortal.
La mujer que bebía y retaba como un hombre -nunca quiso ser damisela en apuros, nada más lejos de su naturaleza- y que se paseaba con pistola, se volvió favorita de los grandes compositores mexicanos.
"Él era el único que me llamaba Isabel", dijo de Agustín Lara, "El Flaco", cuyo legado musical guarda México con celo extremo; de José Alfredo Jiménez tenía como favorita "Las ciudades" y que escribía en cualquier lugar, aunque fuera en el cristal de un coche con pintalabios.
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